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Por Marcelo Rinesi

Una de las ventajas implícitas de los «trabajadores del conocimiento» es que son dueños de una buena parte de los medios de producción: sus conocimientos y habilidades residen dentro de sus cabezas, y se los pueden llevar a otros trabajos. La transición a una economía más generalmente intensiva en conocimientos prometía ampliar estas ventajas a otros… excepto que en una economía del conocimiento moderna, el conocimiento no necesariamente está en nuestros cerebros.

Considere la más antigua e importante de las revoluciones tecnológicas, la agricultura. La tierra fértil es por supuesto el recurso crítico, pero para ser competitivo también hace falta maquinaria avanzada que, incluso si la puede comprar, no puede *poseer*: no importa lo que haya pagado, un tractor moderno solo funciona si y mientras la empresa que lo fabricó así lo quiera; su software de control propietario, y, más generalmente, la naturaleza «en la nube» de los datos y software que hacen posible a la agricultura moderna de precisión, implican que mucho del conocimiento sobre los campos de un agricultor, y las capacidades cognitivas necesarias para aprovecharlos, no solo están fuera de su cerebro y en una computadora, sino que esa computadora es de alguien más, que decide cuándo, cómo, y si ese agricultor puede usar esos datos.

En el largo plazo, en cada temporada de siembra es el software de agricultura, y no los agricultores, quien aprende sobre agricultura, así como es Amazon quien aprende sobre comercio y logística con cada venta y no los fabricantes o vendedores de productos, y como Google aprende con cada página e imagen levantados a la Internet. Y, como lo describe Cory Doctorow, incluso los agricultores independientes se están volviendo en la práctica arrendatarios en un sentido más feudal que de optimización comercial.

Una de las historias clásicas de ciencia ficción de fines de los ’50 es Flores para Algernón; contada a través del diario de su protagonista, narra cómo una persona con problemas cognitivos congénitos es sometida a un procedimiento experimental que lo vuelve un genio -un efecto que resulta temporario, y que hace que el protagonista experimente y narre la pérdida gradual de su casi sobrehumano intelecto con una completa conciencia de lo que esto implica-. Es una historia profundamente emocional, y más allá de sus aspectos de ciencia ficción, trágicamente relevante dado el creciente impacto de las enfermedades neurodegenerativas.

Los modelos sociales y de negocios que se están construyendo alrededor de la inteligencia artificial son, por ahora, menos íntimos, pero sus efectos económicos no tan diferentes. Nuestras herramientas nos hacen más inteligentes -algunos filósofos hablan de un «yo extendido» que incluye las herramientas, dispositivos e información a los que tenemos acceso, como mínimo una metáfora bastante efectiva para los sentimientos de incomodidad casi física causados por la pérdida de un celular- pero qué quiere decir que algo sea «nuestro,» en un mundo de software distribuido e infraestructuras en la nube, es crecientemente frágil. Un ingeniero sin acceso al conocimiento técnico en Internet, un granjero que no puede acceder a los datos sobre su campo, un cirujano separado de los sistemas expertos que lo asisten… Desde nuestro punto de vista estas serían dificultades profesionales, incluso catastróficas en economías competitivas donde el ser humano no apoyado por software no es profesionalmente viable (¿contrataría a un contador que solo pueda usar papel y lápiz?, ¿y si buena parte de su conocimiento de contaduría también estuviese en el software que usa?). Pero para alguien que pasó todas su vida usando software de un tipo u otro para aumentar sus habilidades cognitivas, incluso si no de manera consciente, esto sería un shock tanto psicológico como profesional.

La mayoría de las actividades económicas se están volviendo inviables sin el apoyo constante de sistemas de software y datos cada vez más sofisticados e integrados; en casi ningún caso, este software es propiedad, o siquiera está bajo el control, de quien lo usa. El impacto de esto en nuestras vidas laborales, e incluso en cómo definimos nuestra identidad personal, va a ser uno de los cambios más sutiles pero profundos de los próximos años.