Por Marcelo Rinesi.
Como todas las preguntas con el poder de obsesionarnos, «¿podemos ser más inteligentes?» es en sí misma ambigua (¿individuos más inteligentes? ¿organizaciones? ¿qué quiere decir exactamente ser más inteligente?), pero la siento clara y urgente. Parafraseando a Wittgenstein, los límites de nuestra mente son los límites de nuestro mundo, y hay un sentido muy definido en el que ser significativamente más inteligente aumentaría la riqueza de nuestros mundos subjetivos de una manera que no reemplaza pero tampoco puede ser reemplazada por riqueza o conocimiento.
Esto no quiere decir que la inteligencia carezca de ventajas prácticas. Siendo todo lo demás equivalente, por supuesto, la inteligencia es útil para cualquier persona, tal vez más cuanto más compleja tecnológicamente se vuelve nuestra sociedad. Y como especie nos enfrentamos a problemas que parecen empujar los límites de nuestro cerebro, incluso vinculados a través de redes de investigación científica y aumentados con nuestras mejores computadoras. La construcción de mejores fuentes de energía, entender el envejecimiento y las enfermedades crónicas, la reconstrucción y administración de sistemas biológicos y climáticos, incluso la comprensión de nuestras propias mentes — estas son todas cuestiones que mejorarían nuestras vidas inconmensurablemente, o cuya falta de solución puede llevar al fin de nuestra civilización. En todas estamos logrando progresos, pero con la siempre presente conciencia de que estamos trabajando en los límites de nuestras capacidades intelectuales colectivas. ¿Cuánto más rápido y mejor podríamos resolver estos problemas con capacidades individuales o colectivas aumentadas?
Pero esta es la justificación económica, y hasta cierto punto la justificación moral (¿tenemos el derecho de no hacer lo necesario para ser capaces de entender y solucionar problemas de los que dependen el bienestar sino la supervivencia de miles de millones de personas durante los próximos siglos?). La justificación personal es más primaria: la emoción del descubrimiento, no de un hecho nuevo, sino de todo un mundo nuevo.
¿Podemos ser más inteligentes? ¿No como una posibilidad abstracta, sino como un reto a nuestras capacidades tecnológicas contemporáneas?
A nivel individual, creo que todavía no tenemos la necesaria comprensión de la biología y cognición humanas. Los nootrópicos conocidos («píldoras de inteligencia») así como la aplicación localizada transcraneal de corrientes eléctricas y campos magnéticos tienen efectos mensurables pero leves — en muchos aspectos todavía no hemos mejorado a la cafeína y la nicotina —, no tenemos más que hipótesis vagas de los detalles cómo el cerebro codifica y elabora pensamientos, y aunque usamos rutinariamente software que nos permiten hacer cosas que antes eran imposibles, más allá de la capacidad de procesar datos masivos en bruto, nuestro rendimiento global sigue siendo (en este contexto) deprimentemente humano.
Para los grupos la situación es diferente. Las matemáticas de la toma de decisiones y el procesamiento de información son enormemente poderosas, y su integración en el funcionamiento interno de un grupo a través de procesos y software es más factible que su integración en el funcionamiento interno de una mente individual. Y sin embargo prácticamente ningún grupo llega al nivel de capacidades cognitivas colectivas de una comunidad científica (una tecnología de pensamiento colectivo que conocemos desde hace siglos), y mucho menos a los niveles que sabemos posibles. Incluso organizaciones dedicadas explícitamente al análisis y procesamiento de información, como las agencias de inteligencia, cometen errores colectivos enormes con altísima frecuencia.
Afirmamos que vivimos en una «Economía del Conocimiento», pero en la práctica invertimos muy poco en hacer a nuestros individuos y grupos más inteligentes, e invertimos aún menos en investigar mejores maneras de hacerlo. La poca investigación en formas de aumentar la inteligencia individual, creo, refleja el hecho de que nuestras instituciones y reglas médicas y científicas fueron codificadas en una época en la que, simplificando, la mortalidad infantil y las enfermedades infecciosas eran amenazas al funcionamiento social en su conjunto, mientras que la vejez y niveles de inteligencia «naturales» no lo eran. En ese sentido, podemos hablar (y más que agradecidamente) de un éxito bastante general en esas áreas, pero ahora enfrentamos nuevos problemas, para los que esta medicina (no como corpus científico sino como grupo de instituciones) no es la adecuada.
A nivel de la inteligencia grupal la razón puede ser todavía más simple: un grupo colectiva y operativamente más inteligente que sus individuos es un grupo en el que los beneficios de una posición de poder están severamente limitados. Puede ser más eficiente en su conjunto, y proveer mayores beneficios a sus miembros o incluso a la sociedad de la que es parte, pero la lógica personal de cualquier individuo en posición de poder es la de mantener cualquier nivel de discrecionalidad que tenga.
Es un pensamiento inquietante, pero no carece de esperanza. Podríamos estar haciendo (más) cosas extraordinarias, y tenemos las herramientas para hacerlo — sólo tenemos que decidirlo.