Por Melina Furman
Haz que valga la pena jugar (David Perkins).
Todos los que tenemos niños o jóvenes cerca, o los que recordamos nuestra infancia, sabemos que hay intereses que tenemos desde chicos. Hay temas que nos apasionan desde siempre y algunos talentos que parecieran ser naturales, innatos. Pero, también, existen cosas que no nos gustan ni de lejos.
¿Es posible despertar el gusto por las matemáticas en chicos que no lo tienen? ¿Y por la música? ¿Y por la historia? ¿Cómo despertar el deseo por aprender algo? ¿Se puede lograr que otros aprendan algo que en principio perciben como ajenos, o que les resulta difícil? Y, en ese caso, ¿cómo se hace?
En esta cuestión soy una optimista. Creo que no existe ningún campo del quehacer humano que no tenga una veta apasionante que valga la pena explorar, que enamore, que nos haga vibrar. En cada uno de ellos hay problemas que vale la pena resolver, grandes ideas que ordenan el mundo, maravillosas obras que conocer y saborear, modos de pensar potentes que enriquecen nuestra experiencia humana y nos dan herramientas para transformar nuestros mundos.
Volvamos entonces al cómo. Y yo creo que ese cómo tiene dos partes bien diferenciadas e igualmente importantes. Vamos a llamarlas chispa y andamiaje.
La primera parte es la chispa. Para aprender algo que no sabemos necesitamos despertar la chispa del deseo. Sin ella, no hay camino posible.
Usando el ejemplo del aprendizaje del baseball como analogía, el educador David Perkins habla de la importancia de ayudar a los que aprenden a entender cuál es el juego completo, y no solamente sus partes. Encender y mantener viva la chispa del deseo por aprender implica, entonces, que para cada campo del quehacer humano podamos hacer visibles de qué se trata el juego, cuáles son los desafíos, las grandes preguntas, los problemas a resolver, las ideas centrales. Mostrar a quienes aprenden por qué se trata de un campo apasionante, necesario, valioso. Mostrarles por qué vale la pena jugar.
En mi caso, me dedico a la enseñanza de las ciencias, un área que causa bastante pavor a más de uno, cuando no un aburrimiento soberano. Como científica, siempre me sorprendí de que esto pasara. La ciencia es aventura, búsqueda, pensamiento creativo. Es el placer que nos da encontrar reglas que nos ayudan a explicar el mundo.
En estos años de trabajo con chicos, jóvenes y profesores pude ver una y otra vez que cuando las clases de ciencias se concentran menos en la transmisión de información fragmentada y, en cambio, ponen el acento en las grandes ideas con las que explicamos el mundo, cuando invitan a los chicos a ponerse en los zapatos de un investigador que se formula preguntas y busca caminos para responderlas junto con otros, la chispa del deseo por aprender se enciende.
Lo mismo vale para todas las áreas del conocimiento: cuando la enseñanza de una disciplina se parece más al modo en que esa disciplina se pregunta, piensa, trabaja y crea, hay más chances de contagiar la pasión por aprenderla.
La segunda parte es el andamiaje. El concepto de andamiaje es un clásico en el campo de la educación a estas alturas, pero no por eso menos vigente. Lo propuso el psicólogo Jerome Bruner en la década del 1950, y se basa en la importancia de que quien enseña genere andamios (scaffolds), como aquellas estructuras que sostienen los edificios en construcción para que no se caigan mientras los están construyendo. Esos andamios acompañan a quien aprende para vaya construyendo sus ideas y modos de pensar, primero con ayuda y de a poco de manera autónoma.
Porque con la chispa sola no alcanza. Además de ganas, el aprendizaje implica un trabajo duro. Y más aún si se trata de un tema que nos cuesta. Las investigaciones muestran que, a medida que los chicos crecen, van perdiendo el interés por aquellas áreas que les resultan más dificultosas, que “no les salen”. Por eso, si queremos que los chicos aprendan algo que está fuera de sus intereses y talentos actuales, el andamiaje es absolutamente clave.
Acompañar a quien aprende en ese camino que lleva tiempo, dedicación y varios momentos de frustración es clave para que el aprendizaje suceda. Volviendo a la metáfora del baseball de Perkins, hay que ayudar a trabajar en las partes difíciles del juego.
Ayudar a trabajar en las partes difíciles implica una serie de cosas. En primer lugar, y volviendo a la chispa, significa ayudar a que quien aprende no pierda nunca de vista el juego completo, el norte, el sentido de lo que está aprendiendo, para no abrumarse con sus fragmentos.
En segundo lugar, implica partir los grandes desafíos en desafíos más pequeños y alcanzables. Como si quisiéramos cruzar al otro lado del arroyo y pusiéramos piedras en el camino, de lado a lado. Piedras que descompongan el camino en partes alcanzables si nos estiramos un poco para llegar a ellas. Ni muy lejos ni demasiado cerca.
Todo aprendizaje complejo comienza por aprendizajes más acotados. Y parte de las ganas de cruzar al otro lado tiene que ver con ir sintiendo que vamos avanzando, que llegamos a la piedra siguiente. Sin dejar de ver la otra orilla, pero sintiendo que estamos dando un paso sobre seguro, que hemos logrado algo por nosotros mismos. Que somos eficaces.
Ayudar a trabajar en las partes difíciles implica, también, generar suficientes oportunidades de practicar. Practicar una y otra vez hasta que logremos sentirnos cómodos con el desafío como pasar al siguiente. Como en cualquier aprendizaje fundamental de nuestras vidas, desde caminar hasta hablar, sin práctica, hay pocas chances de que los aprendizajes se vuelvan duraderos, ni de que podamos aprender algo complejo.
Finalmente, volviendo a la idea de los andamios, que duran solo por un tiempo hasta que el edificio se mantiene solo, trabajar en las partes difíciles implica ayudar a aprender de manera autónoma, lograr que quien aprende se convierta en dueño del propio camino. En educación, llamamos a eso desarrollar la metacognición, o la conciencia sobre el propio proceso de aprendizaje: aprender a saber qué hicimos bien, qué aspectos de la tarea nos cuestan, en qué nos equivocamos y por qué, cómo conseguir la ayuda que necesitamos para mejorar. Las investigaciones sobre novatos y expertos en distintas tareas, desde el juego de ajedrez hasta el arte, muestran que ésta una de las grandes diferencias entre ellos, y que cuando los docentes le dedican tiempo y esfuerzo a ayudar a que los chicos aprendan a aprender por sí mismos, los resultados son sorprendentes, especialmente con los alumnos que originalmente tenían peores rendimientos.
Para aprender, entonces, es fundamental que haya otro que nos lleve de la mano. Un profesor apasionado, un padre cariñoso, un amigo curioso, incluso el autor de un libro. Alguien que nos muestre cuál es el camino y que recorrerlo vale la pena, pero también que se trata de un camino posible para nosotros, y que implica un esfuerzo que podemos aprender a disfrutar.
En los últimos tiempos se ha puesto de moda la idea de una educación que se centre en los intereses de los alumnos. En inglés, esto se conoce hace mucho como student-centered education, en contraposición a clases en las que el maestro es el protagonista y los alumnos actúan como consumidores pasivos de información. Sin embargo, y ahí creo yo que viene la trampa, centrar la educación en los chicos no es solamente identificar qué es lo que les gusta y potenciarlo. Es mucho más. No alcanza simplemente con seguir los intereses de los chicos, porque el rol de la educación es ayudarlos a ampliar los bordes de ese mundo que traen de sus casas. Y ayudarlos a conocer otros nuevos, fascinantes, desconocidos, impensados.
En 1954 la filósofa Hannah Arendt decía que la educación es ese terreno en el cual “decidimos si amamos a nuestros chicos lo suficiente para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos librados a sus propios medios, ni sacar de sus manos la chance de emprender algo nuevo, algo impensado por nosotros, preparándolos de antemano para la tarea de renovar un mundo común”.
Como adultos, tenemos el rol (y el deber) de acercar a las nuevas generaciones a aquello que nos enorgullece y supimos conseguir como humanidad. Y, también, de ayudarlos a construir las herramientas para transformar ese mundo que les fue heredado, para elegir y soñar sus propios sueños.