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Por Marcelo Rinesi.

Podríamos llamar a la apertura el Gambito Kasparov, con el Campeón Mundial (humano) jugando contra el Campeón Mundial (de software), el único encuentro capaz de lograr grandes audiencias, espónsores importantes, y, en el caso de este anticuadamente dominante jugador en una década que se había resignado a una falange de genios entrenados a la perfección, la rara emoción de estar detrás en las apuestas.

El gambito progresa de la manera usual, con el campeón humano siendo vencido a lo largo y a lo ancho del tablero de maneras dolorosas, brillantes, nunca antes vistas. La serie de siete juegos es concedida luego del cuarto, sin que el campeón humano haya sido capaz de conseguir siquiera un empate desesperado. Un jugador casi proverbialmente autocontrolado, deja la arena en aparente estado de shock, atrapado en alguna realidad interna lejos del no del todo fingido apoyo de sus casi-pares.

Para que el juego progrese, debe haber un sacrificio. El jugador se une a una ruidosa minoría de Grandes Maestros que piden el fin del ajedrez por computadora (tanto puramente informático como híbrido) como una forma legítima del juego. Es una minoría impopular entre los jugadores de todos los niveles, pero tiene amplio apoyo de los aproximadamente dos billones de humanos que, con justicia o no, creen que los avances en inteligencia artificial son responsables de su carencia de empleo satisfactorio. Más significativamente, es un frente útil para los grupos que ven a esos dos billones como capital político a utilizar; estos grupos son generalmente muy adinerados, y su apoyo a libros y conferencias hace al jugador (ya no más el campeón humano, habiendo sido expulsado de la Federación Mundial de Ajedrez por un ludismo que es visto como carencia de espíritu deportivo) mucho más rico de lo que jamás había sido.

Entramos al medio juego, desarrollado en largas noches en la solitaria casa de campo del ex-campeón. Ningún amante lo visita para compartir ni su cruzada pública ni su riqueza privada. Su dinero es gastado en un vasto sótano que alberga al sistema de ajedrez por computadora más poderoso propiedad de ningún individuo, una versión del que lo venció tan completamente, aunque constantemente mejorado vía contratos anónimos a programadores e ingenieros que trabajan a distancia. Noche tras noche juega contra esta computadora, ni una sola vez acercándose a ganar, o pensando que tiene posibilidades de hacerlo, casi constantemente al borde de la quiebra, pero el ajedrez es hermoso más allá de su capacidad o intención de describirlo.

El final llega a través de un peón pasado por alto, una programadora que descubre quién es su cliente y vende la información a un sitio de noticias más en disfrute de la ironía de la situación que por la ganancia monetaria. Otros no son tan desapegados. La historia está todavía cerca del pico del ciclo global de noticias cuando un pequeño conjunto de contadores desempleados que habían formado un grupo de apoyo mutuo de jugadores de ajedrez amateur, y que habían llegado a idolatrar al jugador como símbolo épico de sus propias tragedias, entra por la fuerza a la casa del jugador e intenta destruir la computadora en su sótano. El jugador mata a uno de ellos, no enteramente por accidente.

Al jugador le queda una sola pieza, su cuerpo, restringida ahora a un solo espacio cuadrado. Se le permite correo, por supuesto, e ignora las docenas de ofertas diarias de juegos, mientras escribe notas suplicantes a los centros de investigación en Inteligencia Artificial a los que recientemente había atacado tan fuertemente en público. Su software carece de emociones, pero los investigadores no, y se le asegura que nunca volverá a jugar contra un programa de ese calibre.

Una noche poco después de esto, despertando de su centésimo sueño en el que había estado jugando otro partido en su sótano, perdiendo como siempre, y como siempre perdido en su alegría, hace una soga con sus sábanas y concede el juego.

 

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